El patio de abuela

Alejandra Rosa
5 de septiembre de 2021

Miro un entierro vacío todos los días cuando veo una mascarilla. Desde que mi abuela raíz se murió por coronavirus-19, he hecho las paces con que todos podemos morirnos en cualquier momento. Y que eso está bien. Suena tan depresivo, pero lo escribo tan tranquila… Creo que es una fase del duelo.

Siempre pensé que, cuando mi abuela muriera, lloraría meses. Esa creencia, dramática pero honesta, tenía bases en el amor hondo, profundo, extenso, anacrónico, que siento por Sarah Luisa Muñiz Corchado. Sarah Luisa, que no tenía todavía que irse; Sarah Luisa, que en pandemia solo salía a su patio; Sarah Luisa, que me hacía sofrito; Sarah Luisa, que me regaló las primeras camisas con las que comencé a explorar mi género, porque ella, llegaba todos los domingos a una iglesia, pero siempre con una contrapropuesta sobre lo que se esperaba de ella, como una mujer cristiana visiblemente negra.

Hace dos semanas me mudé a Cambridge, Massachusetts. Antes vivía a 10 minutos de su casa. Abuela murió en mayo, y en este verano, dos veces llegué a su casa en piloto automático, a tomarme un café negro, escucharla, y respirar patio. El luto tiene sus formas de hacerse tiempo, modos extraños que quién sabe cuándo se reconcilian con el presente.

No la lloro tanto. A veces, esperando que cambie una luz cualquier día, mis ancestras lloran por mí lo que yo, a mis 27 años, en esta tierra, todavía no sé soltar en agua ni sal. La última vez que viví fuera de mi país fue hace 6 años, en Washington, D.C. Allá una tarde una compañera de trabajo me preguntó cuál sería el primer lugar al que volvería cuando regresara a casa, y le dije que al patio de mi abuela. Hoy, creo que volvería a un toque de bomba, a alguna fiesta con mi comunidad afrocuir, a una cerveza con mi mejor amigue, a un café con mi papá, a un silencio con mi mamá.

El patio de abuela duele. Se le están muriendo las flores. Me gusta pensar que están naciendo en otro lugar. La bruja - llamémosle aquí bruja, a esa sapiencia interna capaz de convocarnos unguentos, direcciones, procesos de sanación- sabe todo lo que tiene que saber sobre la muerte; pero esta cuerpa, tan de carne y hueso, algunos días necesita la materialidad de lo que somos aquí para duelar. Escribo, con fe en la escritura como un ritual colectivo que, cuando se honra, te siembra palabras, porque no sé hablar de esto. No sé decir: abuela Aba murió.

Regalé las flores que pude antes de irme, las que pude, las distribuí entre mis afectos más cercanos. Y digo las que pude porque a días de volar me lastimé la espalda como nunca antes, y mi quiropráctica me dijo, en otras palabras, que mi única medicina sería la liviandad.

La liviandad. Por eso escribo hoy, domingo, en este otro país: para abrazarme liviana. Porque tanto lleva pesando. Pero en este tiempo, me, ofrendo sostenerme, sostenernos, desde otra medida, que no sea lo que nos pone a duelar.

Llegué aquí y un silencio muy profundo comenzó a germinarme por dentro, y decido estar en apertura al gozo, al placer, a la felicidad, a la realidad, a sabiendas de que la muerte está en cualquier lugar. Estar presente, desde una geografía sin zip code. Duelar, bailar y amar, a la vez..Lo practico con una urgencia honda porque si algo me ha confirmado esta pandemia, es que tenemos tan poco tiempo… y a la vez el tanto que es este instante repetido por la infinidad…  tan poco futuro certero… y a la vez la irremediable certeza de un horizonte a futuro que cultivo, cultivamos, hoy, en el te quiero, te amo y te extraño, de hace 10 minutos; en el de ahora: te extraño.

Cierro estas columnas insertando siempre un reclamo.
Y hoy no hay eso.

No me nace otro defender,
que esta cuerpa afrocaribeña no binaria,
ante un teclado, a punto de lavar ropa,
prender un incienso y armar un altar,
picar cebollas, pimiento, cilantro;
hacer sofrito, el que me regalabas,
sin sabor a diáspora, en esta distancia,
en esta otra tierra,
tan ajena, tan blanca, tan no tu patio.

Recuerdo que tu primera iglesia fue la tierra,
y miro por la ventana, y siento los 68 grados,
pero me miro descalza, allí, en la grama:
y nos bailo,
y no huele a orégano,
pero estás,
y me dices Alex,
y yo abuela Aba,
y te digo que es domingo, y no voy a la iglesia,
y me dices, hija, cada cual va a donde se le respeta,
y te digo exactoabuelateamo,
y me pelas toronjas,
y atardece, el cielo tiene violetas,
y no estamos en San Juan, sino en un poema,
tan nuestro,
que no tiene biblia,
un cielo,
en el que no creo,
pero nos tengo.